Quienes despueblan Granada buscan culpables. La ciudad vaciada indefensa ante sus instigadores y sus voceros.

“Alerta por la despoblación en el Centro de Granada, el más despoblado de las capitales andaluzas.” Titular del diario de

Alerta por la despoblación en el Centro de Granada, el más despoblado de las capitales andaluzas.” Titular del diario de la capital “Granada Hoy”.

Si no fuera porque llevamos años en el sector de la vivienda divagando sobre las palabras del titular, diríase que nadie en esta despreocupada ciudad había prendido la luz al candil de este asunto hasta ahora. Las palabras entrecomilladas lo son de la cabecera granadina “Granada Hoy”, quien, en su edición digital del 27 de octubre, pone el acento en el peligroso camino que el “Centro” (ignoro por qué el periodista ha puesto esta palabra con mayúscula) de la ciudad comenzó a recorrer hace algunos años ya. Y es un sendero peligroso, porque, como muchos granadinos saben, los políticos ignoran y los adocenados periodistas prefieren no ver para seguir llenando el cazo, el resultado de la despoblación del centro es, efectivamente, el abandono y el deterioro irremisibles del mismo.

Ambiente por el centro de Granada. FOTO: RAMON L. PEREZ DIARIO IDEAL DE GRANADA

Llevamos 15, si no 20 años, quizá más, asistiendo impávidos a la transformación del centro granadino en una suerte de parque temático: preñado de magníficos edificios, calles nobles profusamente ornamentadas, monumentos en magnífico orden de revista, fachadas más o menos lustrosas y asfaltos mejor mirados que en el resto de barrios. Y todo lo anterior pudiera no ser objeto de crítica, puesto que resulta favorable para la imagen y el mimo de la ciudad que un centro histórico luzca saneado y bello. ¿Cuál es, por tanto, el problema? El problema es que no hay sólo uno, sino muchos, y todos, sin excepción, causados por la miopía y la idiocia que decisiones políticas, todas ellas con el marchamo de medioambientalistas, conservacionistas y sostenibles, han venido trayendo durante años, sin que nadie osara denunciar la tropelía que se estaba cometiendo, por miedo al ostracismo y la defenestración. Y tales problemas, lejos de identificarse y señalarse eficazmente por el Consistorio y demás autoridades con mando en plaza, son deliberadamente obviados, apartados de la vista de la ciudadanía, para cargar tintas contra el culpable que seduce de veras a la plebe, las redes sociales y las televisiones… los pisos turísticos.

La “investigación” del periodista, lejos de llevar las pesquisas a una indagación profunda de las causas y el análisis de las mismas, cosa que, a decir verdad, no esperaba, prefiere colgar cuatro datos de otras tantas capitales andaluzas sobre normativa turística y demografía, para concluir el artículo hablando de los pisos turísticos de Córdoba, preciosa ciudad, sin duda. No merece más comentario el arduo trabajo investigador del profesional periodístico. De modo que volvamos a lo que nos ocupa.

El primer culpable, el verdadero responsable del vaciado de vecinos del centro de Granada, es su Ayuntamiento: artífice y valedor de toda suerte de políticas condenatorias del sentido común, aplaudidas –todo hay que decirlo- por gran número de capitalinos, cegados por el oropel de las grandes obras y el bienintencionado argumentario político. Cada peatonalización, cada cambio de sentido, obra, reestructuración, cambio de uso o incluso adoquinado de la más insignificante y sombría de las calles, debieran haber sido escrupulosamente estudiados antes de haberse acometido, valorando no sólo el presupuesto, sino también el impacto en la vida de las personas que se verían directamente afectadas, tanto en su día a día, como en su más inmediato futuro, de cara al porvenir de esas gentes de la calle o plaza sobre la que se iba a actuar. Pero no fue así, y el titular siempre vendía.

Si lo importante era llenar de cámaras el centro de la ciudad para reducir el tráfico rodado y la contaminación, se hizo; si había que pintarrajear las calles de líneas azules para regular el aparcamiento, se hizo; si era perentorio peatonalizar calles para que los tenderos tuvieran la mayor de las facilidades y que el transeúnte cayera a los pies de sus locales, se hizo; si las declaraciones de Bien de Interés Cultural debían proteger el patrimonio de la capital se hicieron; si había que llenar el centro de pubs y discotecas para mejorar el ocio del granadino, se hizo; si había que levantar plazas, calles, callejas y avenidas durante años, se hizo; si había que evitar la unión de solares para construir, evitando los demonios especuladores inmobiliarios, se hizo; si había que reducir los carriles de circulación al mínimo más inverosímil tanto en su número como en su anchura para evitar –otra vez- a los diabólicos coches, se hizo… Y se hicieron todas esas cosas, y muchas más, hasta que, oh, casualidad, la gente se marchó, poco a poco, harta del centro, asfixiada por la sobrerregulación, la sobreprotección medioambientalista y conservacionista, cansada de las multas, de los ruidos del ocio desaforado, de las trabas infinitas a la hora de reformar su casa o de construirse una. Hastiada, en definitiva, de verse constituida en simple víctima del afán recaudatorio de las administraciones, que vieron en la excusa ecosostenible y la natural monumentalidad de la ciudad, la coartada para que todas sus tropelías fueran justificadas. Porque la verdad de lo anterior es bien distinta a la dulcificada propuesta que se anunció.

Las cámaras en las calles vinieron a convertirse en los mejores y más efectivos agentes locales de recaudación, logrando, de paso, hacer muy poco atractivo el centro para nadie que pensara instalarse en él. Por desgracia para muchos, por suerte para otros tantos, el granadino medio aún gusta de poseer vehículo, y es más feliz si puede disponer de él a su antojo, previo pago del impuesto de circulación. Al granadino medio le gusta aparcar bajo su casa, en su cochera, si es posible, o en su calle, sin pagar además por hacerlo. Cámaras y zonas azules vinieron para evitar en lo posible que el granadino pudiera circular con su vehículo sin ser multado y aparcara sin pagar, lo cual, sin duda hizo muy poco atractivo el plantearse, para un vecino de Arabial, por ejemplo, trasladarse a una vivienda en el Realejo o, por qué no, en San Antón. ¿Por qué habría un granadino de renunciar a su cochera, su calle sin zona azul y sin cámaras, para instalarse con su familia en el centro de la ciudad donde le esperaban todas esas trampas municipales destinadas a sangrar sus cuentas? En aquel entonces, los pisos turísticos no estaban ni esbozados, pero incluso así, las “investigaciones periodísticas” de hoy los culpan a ellos.

La fiebre peatonalizadora llegó a Granada, buscando afianzar una costumbre que la historia demuestra que ha de ser contenida, ciertamente limitada a un número reducido de calles, si no se quiere despoblar de gentes como quien siembra de sal un campo. La peatonalización, todos lo saben, trae consigo el vaciado de la calle en cuestión de sus vecinos naturales. Las adecenta, qué duda cabe, lucen más bonitas, con adoquinados vírgenes, aceras anchas y farolas centelleantes, pero las vacía. Los ejemplos sobran. Mesones, Alhóndiga, Puentezuelas, por poner el triunvirato histórico peatonalizado de la capital, adolecen de vecinos hace años. Basta mirar a sus ventanas por la noche, cuando se pasea por ellas, para contemplar la ausencia de luz en sus viviendas. Apenas un puñado de pisos turísticos, poco más, mantienen iluminada la calle. El resto, las viviendas que otrora fueran de familias, permanecen vacías en su mayoría. Reconozcámoslo… es difícil plantearse el vivir en una calle peatonal, a no ser que tengas veintitantos, seas estudiante, no tengas coche ni familia, y estudies en una facultad cercana. Una familia al uso, con un par de criaturas, con uno o dos coches, necesidad de supermercados y servicios para el día a día, difícilmente se establecerá en una calle peatonal. Si estoy equivocado o no, sólo hay que echar un vistazo al número de vecinos que reside en esas calles. Saldremos de dudas rápidamente.

Otro drama, no menos trágico, sobrevino con las famosas declaraciones de bien de interés cultural. Cuando, a mediados de los ochenta, la Ley de Patrimonio introdujo el dicho concepto, las administraciones articularon su uso para, dentro de lo posible, evitar que cualquier vecino pudiera ponerse una buena ventana de doble acristalamiento con rotura de puente térmico, si no lo autorizaban ellas previo informe, proyecto técnico y demora de seis meses en la autorización… o no. Toda la suerte, digamos, estética, que se puede tener por contemplar desde la ventana un fastuoso monumento como la catedral de Granada, se torna en mal fario cuando, quien goza de esas vistas por su cercanía al templo capitalino, tiene que realizar cualquier reforma, por insignificante que sea, en su vivienda. El residir a menos de 50 metros de un bien de interés cultural debiera ser, por tanto, un privilegio, pero la declaración como tal de ese bien produce el efecto contrario, condicionando la vida de todos los residentes en esos 50 metros en derredor del bien, hasta el punto de que, como más arriba decía, el pretender cambiar una ventana añosa y vencida, por un buen artefacto acristalado que proteja del ruido y las inclemencias del frío y el calor, se convierte en un tortuoso procedimiento administrativo de unos seis meses de duración, previo aporte de todo tipo de documentación y no pocas visitas a los centros de poder al uso: Ayuntamiento y Junta de Andalucía.

Quizás pase desapercibido, o quizás sea deliberadamente obviado, pero el problema del alquiler de vivienda, lejos de ser tal, apenas sí existe, o, si existe, lo es en modo contrario a como se vende en prensa y televisión. En un país donde el impago en las rentas del alquiler apenas alcanza el 5.7%, el problema, por tanto, no es el alto precio o la imposibilidad de hacer frente a las rentas, puesto que los números no avalan tal consideración, antes bien, la niegan. Si casi el 95% de los ciudadanos que vive de alquiler cumple con sus obligaciones mensuales de renta, ¿Cuál es el problema? Pues es el que atizan, el que espolean desde la clase política, convirtiendo en general un hecho puntual, o menos. La realidad es que el propietario que tiene la desgracia de serlo de una vivienda objeto de impago por parte de sus inquilinos, es siempre el malo de la película.

28/01/2019 Real Chancillería de Granada, sede del TSJA y de la Audiencia de Granada POLITICA ANDALUCÍA ESPAÑA EUROPA GRANADA

                Según el portal inmobiliario Idealista, en 2020 había en España casi 3.5 millones de viviendas en alquiler. De ellas, 3.3 millones no reportan problemas en la cobranza del alquiler contractual, mientras 200.000 (5.7%) sí sufren impagos. Sería quizás, harto más sencillo, abordar individualmente cada caso de impago por parte de la Administración y/o de la Justicia, que meter a todo el parque de vivienda de alquiler en el mismo saco de un problema que afecta sólo a una minoría. Hacer extensivo al 95% de las viviendas de alquiler que gozan de buena salud medidas coercitivas encaminadas a restringir la libertad y el derecho a la propiedad, no hará sino reducir ese parque de viviendas, asustar al pequeño propietario, al mediano y al grande, y echar en brazos del apartamento turístico cada vez mayor número de inmuebles que venían dedicándose al alquiler residencial. Esto es tan obvio, que no esperamos que ningún político, o casi ninguno, quiera verlo. De este modo, la proliferación del modo turístico de negocio en las viviendas del centro se verá acentuada, en detrimento del arrendamiento residencial. El turístico, al contrario que el residencial, sufre una tasa de impagos menor, menor riesgo de ocupación, y mayores márgenes de beneficio.

La unión de parcelas y solares del centro para construir edificios de viviendas de cierta entidad, en lugar de los maltrechos y exiguos que tanto abundan en un centro urbano como el de Granada, es un asunto menos atractivo y escasamente llamativo en relación al resto, pero ha sido causa de un sinnúmero de oportunidades perdidas para edificar grandes bloques de viviendas en venta o alquiler residencial, que fueran habitados por familias. En su lugar, la incompresible negativa de la Administración Local a facilitar y permitir la unión de solares o parcelas, ha dado como resultado que se abordara la construcción de pequeños inmuebles, edificios de dos o tres plantas, con apenas una vivienda por planta, dos a lo sumo, carentes de las comodidades mínimas, empezando por el ascensor, que muchas veces no es obligatorio por la pequeña altura del inmueble. Estos edificios, minúsculos, han favorecido la proliferación del alquiler turístico, ávido de inmuebles céntricos con atractivo estético y buena ubicación, ya que la construcción y promoción de esta clase de bloques de viviendas, a más de resultar mucho más cara que la de edificios con gran número de pisos, deja fuera del juego a las grandes promotoras, reacias a hacer grandes inversiones en proyectos tan insignificantes. En lugar de aglutinar solares o parcelas vacías, abandonadas las más de las veces, u ocupadas por edificios derruidos, donde se pudieran levantar bloques con varias decenas de viviendas y servicios apropiados, que dispusieran de locales comerciales en sus bajos y de plazas de aparcamiento subterráneas, el Ayuntamiento ha preferido negar esa posibilidad las más de las veces. De ese modo, ha condenado a la ciudad a que se construyeran o restauraran bloques sin empaque alguno, sin posibilidades ni servicios que los hicieran atractivos para las familias, y siendo carnaza perfecta para como pisos de consumo turístico. Baste mirar dónde viven realmente los granadinos, al menos el mayor número de ellos, si el Camino de Ronda o el Realejo; si en Constitución o en La Magdalena; si en el Zaidín o en la calle Elvira.

No me resisto a dejar un par de palabras sobre el Albayzín, porque el idiosincrático barrio granadino fue sin duda el primero en sufrir, y de qué manera, el manoseo político que lo terminó por destruir. Porque sí, el Albayzín está destruido, porque ya no es parte de la ciudad, vive de espaldas a ella, por deseo de su Ayuntamiento, con la complicidad de la Junta de Andalucía e, incluso, la connivencia de la Unesco, que no vino sino a dar la puntilla con la concesión titular de Patrimonio Mundial al ancestral barrio granadino. El Albayzín es el ejemplo más nítido, perfectamente visible, y me atrevo a decir que irrefutable, de lo que una torpísima acción política puede llegar a conseguir cuando se propone acabar con la vida de un barrio histórico con el pretexto de protegerlo. El Albayzín yace enterrado entre las desmesurada protección administrativa que lo ha terminado por sepultar. Nadie quiere vivir en él, al menos nadie con interés en establecerse y prosperar con su familia. Pretender la reforma de un inmueble en cualesquiera de las plazuelas que lo salpican equivale a un deterioro de la salud mental y económica de quien se atreve a tal cosa. El barrio está cercado, es imposible acceder a él sin que el Ayuntamiento saque tajada con una de sus cámaras; sus viviendas de antaño languidecen, asustados sus propietarios sólo con la idea de acometer reformas para cuya autorización, si es que la consiguen, habrían de esperar meses, quizás años. Los negocios se han marchado, desiertos de clientes; las calles lucen pintadas de advertencias sobre la alta probabilidad de ser atracado en ellas por los malhechores que las rondan; el vecindario tradicional se va extinguiendo, sobrepasado por el más juvenil y alborozado, que, salvo excepciones, lo copa durante unos años -mientras reza matriculado en la universidad- en los que se dedica a habitarlo temporalmente, de manera especialmente festiva, con marchamo de activismo político, para luego marcharse de él, no habiendo dejado la más mínima raigambre en él, y sin el menor interés real en el barrio, más que mientras fue su particular botellódromo. EL Albayzín murió, y su ejemplo será el mismo que el del centro de la ciudad si las recetas son las mismas.

Luego, discurriendo la misma senda de torpezas políticas, se consintió convertir el centro de la ciudad en un enorme botellódromo nocturno, con licencia, claro. Donde antes abrían fantásticas tiendas, comercios de todo tipo, ahora se levantan bares y pubs sin freno. El sino de los tiempos va modelando la forma de comercio de manera bien distinta, ello, sumado a las sucesivas crisis económicas que penamos, vació en gran medida el centro de la ciudad de ese pequeño comercio. Ahora bien, una cosa es que internet haya llegado para dar un revulsivo radical a la manera en que cualquier ciudadano adquiere sus bienes, y otra bien distinta es dar carta de naturaleza, desde el Ayuntamiento, para que gran cantidad de locales comerciales de antaño se convierta en bar o pub, sin mayores consideraciones sobre el impacto en el vecindario que se va a ver directamente afectado. No se trata de prohibir cualquier negocio hostelero por el mero hecho de serlo, sino de regular –una palabra que tanto gusta a los políticos- la conveniencia o no de convertir zonas enteras de la ciudad en verdaderos macro parques de ocio etílico. Basta con preguntar a las gentes de la zona de Ganivet o la antigua manigua aledaña al Ayuntamiento. Pocas, cada vez menos familias restan viviendo en sus calles, porque se han visto “expulsadas” por las cada vez más numerosas gentes que se arremolinan en torno a las docenas de bares que las pueblan. Esto también se podía haber evitado en buena medida.

No hace falta abundar en el reguero de suciedad que acarrea el maremágnum que la consiguiente juerga deja tras de sí. Llama la atención la podredumbre que se instala de un tiempo a esta parte en el centro –no sólo- de Granada. Atrás quedaron las sonadas “escobas de plata” que la ciudad ganaba por su bien trabajado lustre.

No sé si merece la pena referir aquí el rancio ambiente de inseguridad que ya se respira en toda la ciudad, pero especialmente en el centro de ella. Es público y notorio, a pesar de los medios de prensa locales, que la delincuencia campa a sus anchas por las calles de Granada. Pero el centro, precisamente por su atractivo, por el gentío que lo transita cada día, se ve más afectado que el resto de barrios. Cada vez son más las bandas de niñatos ociosos que se pasean por las plazas y las esquinas, amedrentando al personal, robando al descuido, o por la fuerza. Actúan impunes, porque se saben inmunes. La ley los ampara, sobre todo si son menores, tanto menas como nacionales. La Policía lo sabe, los viandantes lo saben, pero la solución no llega. Y no se trata sólo de los comportamientos de los más jóvenes. En zonas de ambiente tradicionalmente propias de personas de más edad, también se repiten los actos violentos, las peleas a muerte en mitad de la calle, las escenas de numerosos individuos pateando la cabeza de un pobre desgraciado tirado en el suelo, o el bochorno de agentes de policía tendiendo que retroceder ante el empuje hostil de personajes alcoholizados que pierden la compostura con demasiada facilidad. Es un plantel que ciertamente no ayuda, ni a que acudan las familias a vivir entre el ambiente gomorra que se ha instalado en el centro urbano, ni a que permanezcan los que aún resisten.

Las familias granadinas, para vivir en el centro, requieren de servicios, porque necesitan quien les venda pañales y les arregle los zapatos; necesitan aparcamientos, porque les gusta tener coche y viajar; no necesitan cámaras para multarlos por ir al centro, sino que reclaman cámaras y policías para protegerlos de los delincuentes que les acechan en ese centro; quieren ascensor, fibra óptica y hacer obras en su casa sin que la Consejería o la Concejalía de turno, que se dice de Cultura, les digan cómo tiene que hacerlas, dónde poner el retrete, y cuándo puede hacerlas. Quieren que las calles del centro no sean Sodoma y Gomorra de jueves a domingo; que se peatonalice lo justo y con sentido; que tener un piso en alquiler no te convierta en víctima ni en el pimpampúm de la administración, quieren “mercadonas“, “danis” y “buenos aires“, limpieza, negocios y prosperidad… quieren todo eso, y van a tener exactamente lo contrario.

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